Después de vivir el erotismo y el
sexo de forma apasionada, extrayendo todo el jugo a la vida, la piel de la
ausencia cubre el cuerpo de la voz poética de “arrugas de silencio”. Ha llegado
al otoño de su vida y la exaltación de lo carnal ha desaparecido ante la mujer
que ha pasado de sentir las manos del hombre oliendo sus muslos, a ser una
novia que espera a la muerte con las alianzas en la mesita de noche.
‘Arrugas de silencio‘ (Playa
de Ákaba, 2017), escrito por Mercedes Ridocci, es una excelente muestra poética
de cómo con la poesía se puede alcanzar el éxtasis del calor de dos cuerpos
entregados a la vida en una danza perfecta (por algo Mercedes Ridocci es
coreógrafa), que se traslada de los cuerpos vivos a los versos con maestría. Se
siente la cadencia en cada línea del poemario.
En un verso libre ligero y ágil, que
lleva al lector de poema a poema de forma grácil, la voz poética de una mujer
madura en el otoño de su vida se presenta de forma desgarradora. Porque es
desgarrador vivir con pasión y saber que, una vez desaparecidos los “quiebros
de garganta” que “sacuden la noche”, sólo queda morir.
Eso sí, morir con pasión. Esta voz no
se arrepiente de lo que ha vivido, de los versos que ha tejido para descender a
las aguas “que anidan en el pozo de la noche” y allí abajo destrenzarlos para
que su cuerpo flote
entre filos de lengua que naufragan
en mi boca
entre brazos que ciñen la órbita de
mi cintura
entre piernas que trepan la falda de
mi cadera
entre el néctar agitado que sosiega
mi delirio.
Estos versos destilan fuego y pasión.
Son “estelas del deseo”, título que da lugar a la primera de las tres partes en
las que se divide ‘Arrugas de silencio‘. Pero el fuego del pasado, en el
otoño de esta vida se convierte en “cenizas de pasión” (segunda parte). Una
mitad del libro en la que aparecen las “arrugas de silencio” y la voz poética
camina descalza
sobre la tierra de tus versos
donde mana el desconsuelo
donde llora mi destierro.
En este destierro, sin embargo, no
hay pasividad. Hay una pasión cuyas llamas aún fulgen en gran medida. Los
grandes incendios no son fáciles de apagar. Quien vive con toda la pasión que
su boca, sus labios, su pecho, sus manos y su espalda puede crear, no puede
sino querer morir con pasión. Las cenizas de pasión, recuerdo, metafórico o no,
del erotismo y del sexo, siguen quemando en el fondo, la llama pasional no se
ha apagado aún.
Porque puede que la compañía del
pasado haya desaparecido, pero en realidad la pasión permanece. Nadie, en el
otoño o en el invierno de su vida, puede escribir apático que un rostro duele
“sangrando en la espina dorsal de mi memoria”. La sangre fluye tanto en
momentos de erotismo como de un augurio mortuorio y desterrado. Es sangre. Es
pasión. Es vida, aun esperando la muerte.
Por eso ‘Arrugas de silencio‘
es desgarrador. Porque la “necesidad” que es el erotismo en la voz poética
acaba en destierro, recordando unos tiempos en los que
creyeron los viejos amantes
que la luz vivida podría cegar las sombras
sepultadas en el pálpito de sus
corazones
desenterrarlas a cuatro manos
pero sus yemas encallecidas y torpes
estallan en navajas de lengua
sudan sangre las heridas.
¿Cómo no va a desgarrar una voz que
sabe qué es vivir el sexo con una pasión que llega al paroxismo, sabiendo que
va a morir y que no puede remediarlo? ¿Cómo no van a desgarrar los versos
destrenzados en un cuerpo flotando en el placer, para acabar cabalgando, al
final del libro, “en el lomo de la muerte”?
Desgarra, claro. Y más al unir el
erotismo y la muerte, lo sexual y lo fúnebre. Es un desgarro agridulce. Agrio
porque el sudor y el calor dan paso al frío de la mortaja y no hay nada peor
que ser consciente de ellos. Dulce porque la voz poética no renuncia a la
poesía, al verso, al baile de las palabras, a las pulsaciones/poemas. Porque
con la misma pasión que vive, quiere morir. Porque si primero escribe desde el
placer, al final lo hace desde el dolor. Escribe
estrofas que desprenden vértigo
poemas desbocando en el abismo.
Mercedes Ridocci, en ‘Arrugas de
silencio‘, presenta una voz madura en el otoño de su vida, cuando recuerda
todo el jugo que le ha extraído a la vida. Se muestra pasional hasta el último
poema, cuando, al atardecer, su alma sosegada “se pierde / en su extensa lengua
de fuego”.
Al lector le quedará el sabor amargo
de este final. La pasión hasta el último momento de la existencia de la voz, en
una imagen potente como son unos versos cabalgando a lomos de la muerte, no
pasivos, sino activos. Cogiendo las riendas del vivir y del morir. Y, quizás,
al lector le quedará una duda: ¿por qué vestirse de novia de la muerte, con las
alianzas en la mesita de noche, en el otoño de su vida, antes de la llegada del
invierno?